Los invitados (periodistas, escritores, músicos...) divagaban de forma distendida sobre los engranajes de la sociedad y hablaban a los niños como si fueran un adulto más. El programa no temía lo políticamente incorrecto, concienciando sobre cuestiones cívicas, ecológicas e incluso sobre la propia televisión. “Tienes quince segundos para imaginar; si no se te ha ocurrido nada, a lo mejor deberías ver menos la tele”, sentenciaban sin complejos ni miedo a tirar piedras contra sus propios tejados.
Un formato que arrancó con 100.000 espectadores y terminó cuatro años después, por las presiones de las altas esferas, con 5 millones de fieles.
Un exhaustivo trabajo semanal que dista mucho de las maneras de la televisión actual. Sin grandes presupuestos, los decorados se transformaban a diario, se experimentaba con la tecnología de la época y sobre todo se jugaba con las ideas. El programa contaba una historia de principio a fin, con instinto. Era televisión de autor, gracias al sello omnipresente de la dirección de Lolo Rico y también a la mano de los realizadores Ernesto Quintana, Matilde Fernández y Rafael Galán, que cuidaban al milímetro la realización visual, siempre calculada de manera precisa: prácticamente cada segundo de cada plano estaba pensado a conciencia con el mayor de los espíritus televisivos.
Qué buena falta nos hace ahora mismo algo así. Y qué lástima que sea tan utópico...
El genial artículo completo podéis leerlo aquí.
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