Una familia se sentó junto a mí en el Illium Café, en Troy, Nueva York. Estaban tan desconectados unos de otros que no tenían mucho que hablar. El padre y las dos hijas tenían sus propios teléfonos. La madre no, o decidió dejarlo guardado. Ella miraba por la ventana, triste y sola en compañía de su familia más cercana. El padre miraba hacia arriba de vez en cuando para anunciar alguna información inquietante que encontró online. Comentó por segunda vez sobre un gran pez que fue capturado y nadie respondió. Yo estaba triste por el uso de la tecnología para la interacción, a cambio de no interactuar. Esto nunca había sucedido antes y dudo que hayamos arañado la superficie del impacto social de esta nueva experiencia. La madre sacó su teléfono.
Un buen día, el fotógrafo neoyorquino Eric Pickersgill, decidió empezar a fotografiar individuos (porque aun estando en grandes grupos ésta dependencia nos empuja a ser individuos) pendientes de la pantalla de sus dispositivos móviles, aparatos que muchas veces pasan a dominar, y de paso arruinar, lo que podría haber sido un gran instante en la vida de cada uno.
Muchos han querido explicarlo, pero creo que Pickersgill es el que mejor ha conseguido expresarlo. Desde una charla reciente nos lanzaba el planteamiento de si nuestros dispositivos nos dividen.
En su proyecto Removed (no dejéis de visitar la galería), Pickersgill representa escenas que experimenta cada día. Pide a sus modelos que mantengan la mirada y la postura mientras les priva de su dispositivo y luego dispara, demostrándonos así hasta qué punto hemos asimilado la expresión del cuerpo con un dispositivo entre las manos, pues parece que hasta los llegamos a ver sin que el objeto aparezca realmente.
Ya se han convertido en prolongaciones de los cuerpos de nuestra sociedad.
Ver más aquí.
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